En el sentido más estricto de la palabra. Nadie en Israel tuvo una conciencia tan clara de que era Dios quien le hablaba y de ser portavoz del Señor como el profeta. Y esta inspiración le viene de un contacto personal con él, que comienza en el momento de la vocación. Por eso, cuando habla o escribe, el profeta no acude a archivos y documentos, como los historiadores; tampoco se basa generalmente en la experiencia humana general, como los sabios de Israel. Su único punto de apoyo, su fuerza y su debilidad, es la palabra que el Señor le comunica personalmente, cuando quiere, sin que él pueda negarse a proclamarla. Palabra que a veces se asemeja al rugido del león, como indica Amós (1, 2), y en ocasiones es «gozo y alegría íntima» (Jr 15, 16). Palabra con frecuencia imprevista e inmediata, pero que en momentos cruciales se retrasa (Jr 42, 1-7). Palabra dura y exigente en muchos casos, pero que se convierte en «un fuego ardiente e incontenible encerrado en los huesos», que es preciso seguir proclamando (Jr 20,9). Palabra de la que muchos desearían huir, como Jonás, pero que termina imponiéndose y triunfando. Este primer rasgo resulta desconcertante a muchas personas.