jueves, 29 de diciembre de 2011

El profeta es un hombre inspirado

En el sentido más estricto de la palabra.  Nadie en Israel tuvo una conciencia tan clara de que era Dios quien le hablaba y de ser portavoz del Señor como el profeta.  Y esta inspiración le viene de un contacto personal con él, que comienza en el momento de la vocación.  Por eso, cuando habla o escribe, el profeta no acude a archivos y documentos, como los historiadores; tampoco se basa generalmente en la experiencia humana general, como los sabios de Israel.  Su único punto de apoyo, su fuerza y su debilidad, es la palabra que el Señor le comunica personalmente, cuando quiere, sin que él pueda negarse a proclamarla.  Palabra que a veces se asemeja al rugido del león, como indica Amós (1, 2), y en ocasiones es «gozo y alegría íntima» (Jr 15, 16).  Palabra con frecuencia imprevista e inmediata, pero que en momentos cruciales se retrasa (Jr 42, 1-7).  Palabra dura y exigente en muchos casos, pero que se convierte en «un fuego ardiente e incontenible encerrado en los huesos», que es preciso seguir proclamando (Jr 20,9).  Palabra de la que muchos desearían huir, como Jonás, pero que termina imponiéndose y triunfando.  Este primer rasgo resulta desconcertante a muchas personas.