Lee la parábola.
Jesús dice esta parábola después de haber hablado del "injusto dinero" (Lc. 16,9.11) y de haber afirmado claramente: "no pueden servir a Dios y al dinero" (Lc. 16,13).
Jesús no trata de meternos miedo, ni de presentarnos un Dios cruel que le niega hasta una gota de agua al rico.
El rico no tiene nombre en la parábola. No necesita trabajar. Viste con las mejores telas de aquellos tiempos y regiones: ropa delicada de lino y túnica de púrpura. Diariamente organiza banquetes. No está solo, por supuesto.
Lázaro se llama el pobre, nombre que significa" Dios ayuda". Es un mendigo hambriento enfermo y solo. Pide limosna a la puerta del palacio del rico, donde no puede entrar porque, mendigo y llagado, es impuro. Ansía comer, al menos lo que era arrojado al suelo por los que banqueteaban: eran trozos de pan con lo que se limpiaban las manos manchadas (no utilizaban cubiertos) y que luego arrojaban bajo la mesa.
Para el mundo religioso judío, "la buena vida" era señal de la bendición de Dios, y la vida desgraciada de Lázaro señal de su castigo por Dios como pecador.
Para Jesús, en cambio, su Dios es el Dios de los más pobres abandonados (esos tienen nombre concreto ante él), y no lo es de rico y de sus cinco hermanos:
- encerrados en su mundo egoísta,
- ciegos para ver las necesidades de los pobres y abandonados que están a su puerta,
- insensibles e incapaces de comprender sus angustias, miedos y sufrimientos,
- sin compartir solidariamente con ellos que son sus hermanos.
Jesús condena la riqueza que fabrica pobres, o permite que los pobres mueran.
En el Reino de Dios histórico (aquí y ahora) y final (en su plenitud), según Jesús, no hay lugar para aquellos que, con las excusas que sean, cierran sus entrañas a la miseria de los hombres sus hermanos.
Jesús desconfía hasta de la conversión de esos ricos, pues llega a decir: "sino escuchan a Moisés y a los profetas, no le harán caso ni a un muerto que resucite" (Lc. 16,31).
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